Ella
Una planta rara, Epithelantha micromeris, un cactus difícil de conseguir.
Estaba sobre su almohada, porque a esta altura era su almohada, y no la de Mina, no; ahora parecería que su cabeza tenía forma de alguna especie de cactus del norte, si esa nueva forma la representaba mejor, se podría decir que la Epithelantha hacia menos daño al tacto, y que incluso su piel verdeada era más noble que su rosado blancuzco, y que sus pies-raíces, la conducirían mas rápido por la vida, al estar arraigados a la tierra, aunque sea de una insignificante maceta.
Pero lo cierto es que no le importaba ya que al asomarse a la ventana se encontró de nuevo con él, el loco, el demente que todos los días a la misma hora se paseaba por la calle contando nubes, trastabillando entre adoquines, como si se tratase del rey del cielo, y al terminar la miraría, mascullaría entre dientes, se arreglaría el pelo con los ojos vacíos, y seguiría incapaz de entender otra mente que no sea la suya. Porque al comprender la mirada expectante, tan expectante de una extraña persona para consigo mismo, haría brotar a la luz su incoherencia, su demencia, y eso no se podía tolerar, no en esta vida, y mucho menos en su vida; aunque tuviera que contar todas las nubes del cielo jamás lo haría.
La pregunta no es qué hace ahí esa planta exótica. La verdadera pregunta es que ella no debería de formularse la pregunta, y ¿por qué Mina empezaría a comparar su cuerpo con un cactus que hace sangrar el tacto?
A ella le gustaban las alturas; siempre solía caminar en la lluvia por algún tejado a luz de gas imaginaria, porque si no existía la luz de gas, no se vería el sentido de caminar por tejados mortales en la lluvia.
Caminaba a lo largo del Congreso con pasitos cortos, casi dando saltitos, desparramaba su inocencia entre caras grises, entre walkmans mudos de la multitud.
Un día se dejó caminar para donde fuera, y sin quererlo, clavó sus ojos en un chico, incapaz de dejarlo mover, incapaz de dejarlo; habrán pasado días desde aquel momento y todavía pueden verlos, uno enfrente de otro, dos estatuas de sal en plena avenida, tocando sus mentes, rozando ambas sombras, rasgándose la máscara gris, hasta que no cumplan el por qué de su encuentro no respirarán.
A veces la gente pasa y los choca con el hombro.
No rematan su reflejo de inocencia, lo dejan envejecer y fusionar con la ciudad,
con ese barrio tan nube.